La pérdida de un pasaporte y visa toca fibras dolorosas que son muy profundas, de esas que se van matizando con la vida cotidiana, pero que no sanan del todo. Es un documento oficial que nos han enseñado, afirma quienes somos, nos da identidad y pertenencia.
De pronto perderlos me descolocó, resulta que sin ellos no puedo viajar y que, si estoy en un país extranjero, la cosa se pone difícil. Hay que ir al Consulado, levantar actas, correr, contar con la buena voluntad de muchas personas, y estirar las pocas horas que quedan, para que no se acabe el último día laboral, antes de que el fin de semana se atraviese y tenga que quedarme, por lo menos unas 96 horas más, varada.
Esto va generando una cantidad de cortisol brutal que abraza un estrés que me arrebata el sueño, deja un hoyo negro en el estómago que va impulsando la ansiedad a tope, pierdo el hambre y mi sistema inmune se deprime. Si a esto le sumamos que en diez días se casa mi hija en el extranjero y que, para llegar además necesito visa; los tiempos no dan. Entonces aparece una tristeza inconsolable que puede llegar a paralizar.
Es tanto que al escribirlo me aturdo, pero también puedo reconocer que esto permite entrar en una reflexión más profunda, quitando el quehacer que implica, ¿por qué me siento tan desproporcionadamente mal? ¿qué es lo que realmente hay por debajo? ¿Qué herida es la que toqué? A primer ojo, todo lo sucedido es suficiente para entenderlo, pero no. Hay algo que me ha acompañado toda la vida, y este evento abre esa herida profunda.
Para poder explicarlo voy a remontarme a la historia de los Niños de Morelia, porque como a ellos, mi vida ha estado marcada por esta falta de raíces.
Un grupo de más de cuatrocientos niños fueron enviados a México, durante la Guerra Civil Española en 1937, muchos de ellos huérfanos o hijos de combatientes republicanos. Fueron evacuados para escapar del horror del conflicto en su país natal. Con el apoyo del presidente Lázaro Cárdenas, llegaron a México en condiciones precarias, con marcas visibles de lo que el hambre había hecho en sus frágiles cuerpos. Traían consigo pequeñas maletas que contenían apenas unas cuantas pertenencias.
Habían perdido no solo su hogar y su familia, sino también su identidad cultural y nacional. Muchos de ellos fueron adoptados por familias mexicanas, o quedaron en instituciones, lo que complicó aún más su conexión con su origen español.
El desarraigo deja secuelas que quedan grabadas como impronta en el alma para muchos de nosotros y crecemos sin un sentido claro de pertenencia, que de pronto se tambalea cuando algún otro evento nos lo hace recordar. Al menos a mí me ha pasado que la herida siempre está ahí, no desaparece, ni cicatriza del todo.
Fui arrebatada del país que me vio nacer, porque mi padre tuvo una oportunidad de trabajo, nadie me preguntó o preparo para lo que venía. Esto robó los domingos con los abuelos, crecer junto a los tíos, y jugar en el parque con los primos. De pronto, cuando podía verlos sentía que era extraña, ajena, no había estado en los eventos más importantes de la vida familiar.
Fui obligada a renunciar a los cumpleaños, a las tristezas y alegrías, a las historias de mi linaje en largas conversaciones junto a las ricas comidas llenas de cultura y quizás ahí fue, cuando aprendí a esconderme en el silencio. A los dos años, nuevamente nos movimos, ahora perdimos la mayor parte de nuestras pertenencias en un terremoto que partió nuestra casa en dos y aunque ya habíamos emigrado, mucho de lo nuestro se perdió. Mis padres se separaron al llegar, así qué en un lapso muy corto, perdí a la familia de origen, al segundo país de acogida, los vínculos afectivos más importantes a Cati la gata y sus gatitos y los juguetes con los que crecí.
A los pocos años perdí al hombre que me dio la vida, tuve que separarme de mi madre y de las dos hermanas que tengo. La experiencia se asemeja a un proceso de duelo, donde se debe aceptar la pérdida de la vida anterior, las relaciones y los momentos compartidos. Es como tocar la muerte en proporciones suaves, porque al sentir el destierro, parece que uno pierde peso y comienza a desdibujarse.
Durante la niñez los brazos de las amigas, compañeras entrañables de la infancia, sostuvieron el frágil entramado que yo era, siguen cerca del alma, aunque no las veo como quisiera.
Formé una familia a la que adoro, me acogió otra, y de pronto, la segunda tampoco está ya, los amigos que formaron parte de fragmentos, muchos se han diluido, y con ellos aparece nuevamente el doloroso desarraigo.
Amo el país en el que vivo, pero no soy de aquí y tampoco soy de allá. El pasaporte certifica que vivo aquí, pero nací allá, entonces hay un espacio de ambivalencia que queda como nata, marcando la piel con un tatuaje que lo hace sentir a uno; de ninguna parte.
No tener mis documentos oficiales, llevó a tocar esa herida que ha estado ahí pulsando, acaricia una crisis de identidad donde experimenté una desconexión significativa del sentido de mi misma. Perder la identidad original, contribuye a sentirse con profundas dudas sobre quién es uno realmente, abrazando sentimientos de pérdida, vacío, desorientación y ansiedad.
En ese espacio emocional me juego la pertenencia, y mis pies que son enormes, no alcanzan para sostenerme. Es justo ahí cuando toco el sentido profundo de la vulnerabilidad y el de la impermanencia.
Claro que todos hemos vivido momentos así, y normalmente es transitorio, como en la adolescencia, pero aparece también en momentos de cambios significativos, como pérdidas personales o crisis vitales. Muchas veces, me pasa que siento que estoy descolocada, ya que me dificulta establecer conexiones con mi pasado, con mi cultura y con mis raíces. Me siento aislada y me hace sentir que me voy borrando, entonces aparece nuevamente el silencio, dejo de hablar, me enconcho ahí como refugio, mientras voy procesando todas las emociones y sus vastas sensaciones.
Hace mucho comencé a estudiar el significado profundo de La tribu, ese espacio de contención que proporciona un sentido de pertenencia crucial para el bienestar emocional. Los seres humanos necesitamos sentirnos parte de un grupo que nos acepte y valore, esto fortalece la identidad y el autoestima. En momentos de dificultad, contar con una tribu significa tener un sistema de apoyo. Ofreciendo consuelo y ayuda práctica, lo que reduce la dura sensación de soledad y aislamiento.
Yo soy de las afortunadas que fui construyendo mi propia tribu, quizá al perder la mía y de pronto no pertenecer a ninguna, me obligué a tejer la propia, y soy afortunada de tener a mis hijos, nietos, amigos y a los amores de mi vida.
Por eso ahora que he sentido esta crisis por unos días, recuerdo a cada uno de esos cuatrocientos niños, porque imagino cuantas veces se sintieron como yo, conozco la sensación de no pertenecer.
Entre 1979 y 1981, la Dra. Dolores Pla Brugat realizó una serie de entrevistas con algunos de los niños que llegaron a México. Estas entrevistas, que suman más de 25 horas de grabación, ofrecen relatos sobre su partida de España, pero sobre todo mis oídos estuvieron atentos a sus sentimientos de nostalgia y pérdida. En un artículo conmemorativo sobre los 85 años de la llegada, Julián Martínez compartió su experiencia, expresando su incertidumbre y a mí me parece, que hay una sensación de navaja que corta profundo cuando recuerda cómo preguntaba “¿Quién sabe cuándo volveremos a España?”.
Yo pasé gran parte de mi vida respondiendo a esa misma pregunta con un NUNCA que siempre me acompañará, aunque la vida me siga haciendo miles de regalos, eso no se quita, se aprende a transitar a través de él.
Y sí, salí de Chile, conseguí mis papeles, y llegué a la boda, donde pude abrazar a los míos.
DZ
A cada uno de los que en ese tránsito me brindaron un acompañamiento invaluable, a Ximena que me acompañó en cada momento abriendo posibilidades, esperándome horas en el coche mientras se hacía lo que tocaba, a todos los que me cedieron su lugar en la Comisaría de Carabineros de Chile, para poder llegar a tiempo, antes del cierre de las oficinas de la Embajada, con el documento que necesitaba, gracias, gracias.
Al personal de guardia del consulado de México, quien me prestó su teléfono y fue un ángel con sus palabras de consuelo, cuando sentía que el mundo se me venía encima. A la cónsul de México en Chile, Andrea Regina Huerta Cruz por ayudarme, por hacer que el trámite fuera rápido y eficiente, entregarme mi pasaporte ahora con mi verdadero nombre*, con el que pude viajar.
A LATAM por subirme en el siguiente vuelo y al oficial de la entrada que me prestó su celular, gracias, gracias. A Mauro Castilla por llevarme a las 3:00 de la mañana al aeropuerto, dándome el tiempo suficiente para no perder mi vuelo, ya que había, desde el 13 nov un paro convocado por trabajadores de la Dirección General de Aeronáutica Civil (DGAC), provocando largas filas y retrasos, especialmente en la terminal capitalina, donde tardé más de dos horas y media en cruzar, gracias, gracias.
A mi familia, que me acompañó desde lejos buscando como solucionar los problemas, a Claudia mi hija que contra viento y marea consiguió todo lo que necesitaba para llegar a la boda, a Javier que me dio todo el apoyo que me hacía falta, gracias, gracias.
*En los ochentas para uno nacionalizarse siendo mujer, debía ser de alguien, renunciar a su nacionalidad y convertirse en una amalgama incierta, ya que uno perdía lo poco que le quedaba; su apellido. Hoy los pasaportes se emiten con el nombre que aparece en el acta de nacimiento y yo entré a Chile con un pasaporte que tenía un apellido distinto al mío, y salí con otro. La carta que me expidió la sección consular de México en Chile, certificó que yo era la misma, y eso me permitió salir del país sin ningún problema. Y sin saberlo me devolvió un pedacito de lo que soy.